Montse con su muñeco Miguelín a los cuatro años.
Os presento a Miguelín, muñeco de goma, que se asoma dentro del cochecito de capota.
No me lo trajeron los Reyes Magos, no. Me lo compraron mis padres un verano.
Paseábamos por la calle de Atocha, cuando me paré ante el escaparate de una juguetería.
Se miraron con la complicidad de que uno pensaba lo mismo que el otro. Se gastaron
la paga de Julio. Se dieron el capricho de ser felices con su niña.
Han pasado cincuenta años y aún conservo a " mi Miguelín". Mis hermanitas lo rayaron
con bolígrafo, pero casi no se nota.
Recuerdo que le daba papilla por un tubito que tenía en la boca y le llenaba de miga
de pan con agua, le quitaba la cabeza, le bañaba, le vestía, le acostaba y le paseaba en
el cochecito de capota.
La foto no tiene desperdicio: El gesto del
no quiero. Las trenzas. El vestido blanco con lunares azules, y debajo el cancán. La mañanita de angora celeste.
Me encuentro en la puerta de mi casa, en el barrio Pradolongo, al final de la calle de
Isabelita Usera. Los escalones comunicaban con un estrecho pasillo del que salía a
un lado la cocina y al fondo la habitación. No contábamos con agua corriente, sí con
electricidad, pues escuchábamos la radio. El servicio, de los de las letrinas, lo compar-
tíamos con mis vecinos, hermanos de mi madre, en un mínimo patio de la parte de atrás. Siento el barro, la humedad chorreando por las paredes en invierno, y la voz de mi madre:
¡No te manches!